Guillem Martínez
Agrupémonos todos en la infancia final

Un niño, como sabrán en tanto fueron niños, es un concepto nuevo, y mutante de generación en generación. Empieza a haber niños en el arte —esto es, no adultos pequeños; niños; cabezones, entrañables y todo eso— en el siglo XVIII. Ayer. Pero no siempre, ni en todas partes. No está claro que existan, o, al menos, no en todas las clases sociales, en el siglo xix, que contempla la existencia de abogados de quince años de edad y, todo lo contrario, obreros de cuatro años en una mina o en una fábrica. Lo que deja intuir que en una mina, en una fábrica o en un bufete no había niños porque, fuera de esos topos, hay algo que tampoco existía siempre. La infancia. La infancia, a su vez, es importante en nuestra especie. Los primates somos los animales con la infancia más larga. Y, dentro de ella, los bonobos y los humanos, los que más. Dentro de los humanos, el Sapiens dispone de la niñez más duradera en términos absolutos. Y evolutivos. Al Sapiens le dura la infancia un par de años más de lo que le duraba al Neandertal. La infancia es, en todo caso, un periodo de aprendizaje, que da a los primates sus habilidades, y a los humanos su inteligencia. Suprimirla es atentar contra la especie, por tanto. Lo que puede ser, a su vez, el atentado más dilatado de la Historia, una vez nació la primera forma de trabajo obligatorio, apremiante y absoluto, hará unos diez mil años. Hoy existe infancia —en Europa, en USA, en algunos puntos del planeta; y no siempre— desde hace muy poco. Sobre la brutalidad y el significado de la infancia en un mundo que no la contempla, ahí va esta historia filológica, dos puntos.