Kiko Amat
Dance, Cleopatra, dance

La posteridad no puede dejarse en manos del enemigo. En las ocasiones en que mi mujer y yo diferimos sobre algo crucial, como por ejemplo mi carisma y atractivo sexual, suelo zanjar la discusión prohibiendo que la entrevisten mis futuros biógrafos. He leído demasiada historia para ignorar lo que sucede cuando los encargados de cantar tus victorias, una vez fallecido, son la misma gente que te calumnió, plagió o quiso mal en vida.
Cleopatra VII Thea Filopátor, última gobernante de la dinastía ptolemaica del Antiguo Egipto, es un buen ejemplo de lo dicho. Su vida es una fantasía escrita por apologistas del Imperio romano, exmaridos falaces, cuñados envidiosos, dramaturgos ingleses y (como sucede en los Evangelios) peña que solo la conoció de oídas. El poeta latino Propercio la tildó de mujerzuela descocada y «reina puta»; Dión (el cronista romano, no el cantante de The Wanderer) la describió como «una mujer de sexualidad y avaricia insaciables»; para Boccaccio era solo una «furcia de los reyes de Oriente»; los poetas del XVII la convirtieron en símbolo del amor ilegítimo (gracias pero no, gracias, Mr. Dryden). Y en cuanto al tipo que la inmortalizó en Antony and Cleopatra (1606-1607), William Shakespeare, solo podemos colegir que, aunque sus intenciones eran buenas, pintó a la faraona como una lagarta de mucho cuidado.