María Belmonte
Jardines, nostalgia del Paraíso

Los jardines son el sueño humano más bello, porque ¿qué son sino lugares ideales, islas de paz, artificios concebidos para recrear la antigua Edad de Oro y resguardarse de los males del mundo? Nuestra imagen del Paraíso (del persa pairidaēza, ‘cercado circular’, aplicado a los jardines reales) es el llamado Jardín del Edén, lugar mítico situado en Oriente, donde Dios colocó a sus criaturas humanas, Adán y Eva, para que vivieran, en una eterna primavera, junto al resto de animales y plantas de la creación. Es el universo concebido como jardín de cuyo centro manaba la Fuente de la Vida y de la que surgían los cuatro ríos que bañaban la Tierra: el Pisón, el Gihón, el Hidekel (el Tigris) y el Phirat (el Éufrates). La expulsión de Adán y Eva de ese locus magnificus significó el comienzo de nuestra andadura por el mundo como seres humanos.
La construcción de jardines —hasta del más humilde jardincito pequeñoburgués con su olivo triste y solitario plantado en mitad del césped — evoca la nostalgia del Paraíso y la pérdida de aquel Jardín de las Delicias. Para el historiador de las religiones Mircea Eliade, esa nostalgia no revela otra cosa que «el deseo de superar la condición humana y recuperar la divina». Recobrar, sobre todo, la armonía que allí reinaba, en comparación con el dolor, la muerte, la guerra y el hambre que rigen fuera de él.
El griego Epicuro celebraba la calma del jardín como espacio ideal para practicar el diálogo y la búsqueda desinteresada de la verdad. El propio ser humano se convierte en un jardín que hay que cultivar para aprender a gozar de una vida simple y sin complicaciones, ajena al miedo a la muerte. Esta idea se repite en la Biblia (Jeremías 31,12): «Y será su alma como jardín regado».
En todas las culturas, los jardines aparecen como refugios contra la intemperie mundana. El jardín zen japonés —con sus silencios vegetales y su vacío, su desnudez y la sencillez de sus materiales: arena, piedra, agua y musgo— nos invita a la meditación y a despojarnos de lo superfluo. Los jardines de los monasterios, con su claustro de columnas y su fuente central, invitan a dar la espalda al mundo exterior y a sus avatares. Son espacios de meditación, silencio y recogimiento; lugares, como escribió Rilke, en los que la interioridad se convierte en mundo y donde el mundo se interioriza.